A un par de lustros de endosar el apelativo de nonagenario, aprovecho el periodo estival como subterfugio para manifestar cuán joven me siento todavía. Ello es la prueba evidente de que ya soy viejo; porque ser joven no es una preocupación de joven. Aún así, acepto la cruel sentencia y me zambullo con ímpetu en el laberinto del inconformismo.
El estridente silbato del tiovivo siempre me cautivó y me atrajo desde la más tierna edad; por eso esta noche de feria, su canto de sirena me arrastra hacia ese corcel de crin plateada que con majestuosidad trota en un vals de caracolas. Corro hacia él y de un brinco, me aúpo a su grupa.
Desde entonces no recuerdo ni veo nada; pero puedo oír el murmurar de lenguas afiladas que se afanan en comentar que no debí levantarme de la silla de ruedas.
José Gómez Gómez
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